Por Agustina Bordigoni
Cuando salió de Somalia, en 2006, el camino de Ifrah tenía un propósito: escapar de la guerra y llegar a Minnesota, donde la esperaba su tía. Según una nota del diario El País, en base a datos oficiales, 80.000 somalíes viven actualmente en ese Estado, y la mayoría son residentes regulares o ciudadanos estadounidenses. Ahora es contra ellos que irá Donald Trump con su política de deportaciones masivas, informó la misma fuente.
Ifrah abandonó Mogadiscio –una ciudad al sureste de Somalia–a los 17 años. Viajaba sola, con todo lo que eso implica para una mujer refugiada. En el trayecto comprendió lo que era ser un refugiado. Pero el viaje no terminó en Minnesota ni en el esperado reencuentro con su tía: comenzó en Irlanda y terminó en el encuentro consigo misma.
Allí descubrió no solamente qué es ser una menor no acompañada, una “señorita de la diáspora” y una persona refugiada, sino lo que le había pasado cuando niña. Logró ponerle nombre a la mutilación genital femenina, una práctica (y una violación de derechos humanos) a la que son sometidas, todavía, el 98% de las niñas y mujeres de su país.
Y es que, cuando a las situaciones y a las vivencias del pasado se las llama por su nombre, pueden transformarse en acción a futuro. Es lo que sucedió con Ifrah y con su historia.
Ifrah Ahmed, en cuyo caso está basada “La chica de Mogadiscio” (2019), se convirtió en una reconocida activista que logró una ley para prohibir esta práctica en Irlanda, y salvar a una cantidad de mujeres y niñas que todavía no se pueden contar.
Lo que sí se puede replicar, a través del film, es su mensaje. Un mensaje en nombre de otras tantas con dolores parecidos a los suyos.
“Quiero ser la voz y no la víctima”, dijo alguna vez.