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Migración y descanso eterno: el espacio que ocupamos también se define después de la vida

La historia de los cementerios es una historia de migración (y de lucha por territorios).

Por Agustina Bordigoni

La historia de los principales cementerios de San Luis está estrechamente ligada a la migración: durante el auge del modelo agroexportador en Argentina (1880) –y como parte de la adaptación de los territorios a este modelo que implicó la expansión del ferrocarril en algunas zonas– la provincia experimentó un importante proceso de migración interna desde el campo a la ciudad.

Allí surgió lo que el trabajo titulado ¡Qué vida… la vida del pobre! La reconstrucción de prácticas sociales de los migrantes rurales pobres de la ciudad de San Luis en la primera mitad del Siglo XX” (Beatriz De Dios, Sandra Elizabeth Boso y Mónica Inés Mazzina, UNSL, 2009) identifica como un nuevo grupo poblacional al que denominan “criollos pobres”. Migrantes, esos criollos se incorporaron a la ciudad con sus costumbres (e incluso con ranchos que reproducían el estilo del campo en la ciudad) y ocuparon sus espacios laborales, sociales y territoriales. Del mismo modo su lugar en los territorios funerarios.

Así como las prácticas sociales de San Luis “expresaban las profundas diferencias entre ‘ricos’ y ‘pobres’”, explica el trabajo, “el espacio destinado a los muertos también muestra esa dicotomía”. Hasta fines del siglo XIX existía en la ciudad de San Luis un único cementerio público. “Este cementerio estaba dividido en espacios destinados a las clases dominantes (personas ligadas a la Iglesia Católica, a la política, a las actividades económicas relevantes) y a las personas pobres, que “eran depositadas en un osario general”. Pero, relata el estudio publicado en la revista Testimonios, “a partir de la saturación del osario y del olor nauseabundo que emanaba, la municipalidad decidió construir un nuevo cementerio, destinado a la sepultura en tierra y dejar el antiguo cementerio sólo para panteones y mausoleos”.

Surgieron así áreas destinadas al descanso eterno que separaban a las personas por su clase social (situación que estaba estrechamente ligada a los procesos migratorios). “Hoy existen dos cementerios públicos: San José, el ‘cementerio de los ricos’, y del Rosario o ‘cementerio de los pobres’”.

Amigos, familiares y feligreses transportan a pulso un féretro al cementerio, posiblemente el de los pobres, en la capital (1930). Foto: Archivo histórico de San Luis.

El ritual del enterramiento establecía distinciones: a los funerales de las personas más adineradas concurrían sacerdotes. En los de las personas más pobres, en cambio, se imponía la figura de las “rezadoras”: mujeres que eran contratadas para presidir la ceremonia. El artículo mencionado cita a Augusto R. Cortázar: “en los velatorios de aldeas y pueblos se suelen encontrar mujeres de rostros compungidos y negras vestiduras, que presiden y dirigen los rezos consabidos; además de práctica devota, suele ser un oficio, pues las ‘rezadoras’ se contratan para realizar esta tarea. Para algunos no basta esta demostración de fe y es necesario agregar el tono patético del llanto, más eficaz y en cuanto más intenso y sonoro. También para esto solía haber especialistas: eran las ‘lloronas’”.  

En las instalaciones del antiguo Cementerio Central, hoy Cementerio San José, se lleva adelante el último homenaje a un importante personaje público (1933). Foto: Archivo histórico de San Luis.

Espacios en los cementerios, espacios de poder

El espacio funerario es uno que los migrantes en Argentina también tuvieron que negociar y conquistar. “Morir en un país distinto al propio enfrenta a los individuos a un esquema cultural diferente, en donde las experiencias aprendidas y vividas del pasado se encuentran con un nuevo escenario. El fallecimiento de un miembro del grupo étnico moviliza cuestiones afectivas, redimensiones del aquí y el allá, poniendo en tensión los lazos comunitarios y generacionales, llevando inevitablemente a reflexiones individuales y colectivas”, señala la investigadora Celeste Castiglione, que durante varios años se dedicó a documentar la manera en la que los migrantes ocuparon espacios funerarios en Argentina. En su trabajo Morir lejos de casa. Marcas identitarias de la migración masiva en Argentina” (2019), señala que, en el marco del modelo agroexportador, Estado y migraciones crecieron juntos: “el mundo simbólico diseñado por los gobernantes se encontró con una migración heterogénea y de carácter masivo, que en 1914 llega a ser el 29,9% de la población total, con la que debió negociar espacios y poder”. El lugar que las diferentes comunidades fueron ganando en los cementerios fue también parte de esa negociación.

La autora resalta que en el siglo XIX la muerte empieza a ser un asunto público: el Estado laico de la Generación del 80 reemplazó a la Iglesia en el rol de registrar y definir el destino final de los muertos.

En otra de sus investigaciones Castiglione concluye que el estudio sobre el lugar que ocuparon los inmigrantes en los espacios y ritos funerarios es, en definitiva, una forma de profundizar en la relación entre extranjeros y Estado. “Esta relación siempre es política, porque se gesta en el atributo básico del poder que es el territorio y su población, y ceder parte del mismo para el enterramiento del ‘otro’, especialmente en momentos fundacionales, implica una negociación y/o una lucha”. (Espacios de la memoria funeraria y migración en Argentina, 2019)

Cada sociedad, afirma, elabora su propio modelo del tratamiento de la muerte, “que los contiene y les da sentido (batallas, actos y lugares heroicos, leyendas, mitos fundacionales) en donde el migrante no tiene lugar, sino que debe ‘hacerlo’”. Esta construcción “posee desde el inicio un lugar de subalternidad, con algunos grupos en particular”.

La subalternidad en tiempos modernos

Identificados por un número de expediente, la fecha en la que el cuerpo fue recuperado, la supuesta edad de la persona fallecida o –con un poco más de suerte, porque eso facilita la búsqueda de los familiares– un número de serie correspondiente a sus datos de ADN, miles de migrantes alrededor del mundo descansan en tumbas anónimas.

En los rituales modernos, la subalternidad en la que los Estados tratan a estas personas (que son, a los ojos de las autoridades, no más que expedientes y números) contrasta con una sociedad que no es capaz de recuperar sus nombres, pero sí de devolverles humanidad.

Para el día de Todos los Santos, José María ha preparado flores. «Tengo seis ramos pequeños para los nichos y uno grande para la fosa», ha manifestado. En la fosa descansan los restos de 21 marroquíes. La mayoría de ellos murieron en una patera que llegó a la playa de los Lances un 1 de noviembre de 1988.
Pusieron cuatro vigas y una placa, que él se encarga de renovar cuando se deteriora, para recordarlos. Desde 1988, este hombre sube una vez a la semana al cementerio de Tarifa para ver que las tumbas de los casi 40 inmigrantes que han recibido sepultura en dicho camposanto estén en buen estado. ‘Es muy doloroso ver que nadie les pase un trapo por la lápida ni les ponga una margarita’.

“La historia del hombre que cuida desde hace 35 años de las lápidas de los inmigrantes del cementerio de Tarifa” 
 

En las costas europeas, en el Darién, en la frontera sur de los Estados Unidos y en cada lugar en el que la sociedad se organiza para dar un final digno a las personas que murieron en el trayecto, existe una historia por contar. Como la de las rezadoras que, en California, se acercan a las tumbas del cementerio Terrace Park: se trata de las Hermanas de San José de Orange, que concurren regularmente a llevar flores y a ofrecer, de manera desinteresada, una oración.

Los que estaban separados en el campo no tenían nombre ni flores ni césped, ni palabras de amor de la familia en los ladrillos que servían de lápidas. El único color era el de la ‘valla de privacidad’, el plástico verde que mantiene fuera de vista las tumbas estériles con Jane Doe o John Doe, el equivalente de Fulano de Tal y Fulana de Tal, escrito en los ladrillos. No hay nada que indique quiénes están enterrados allí, pero el árido campo es el lugar de descanso final de muchos migrantes que murieron en el anonimato, justo después de haber cruzado la frontera sur de Estados Unidos, en la tierra donde buscaban construir sus sueños.

En un cementerio de migrantes anónimos, religiosas rezan por los fallecidos

En ese cementerio de EE.UU., las vallas separan a los migrantes no reconocidos del resto: siguen existiendo, como hace siglos, zonas en las que ricos con nombre y pobres sin identidad reciben distinto tratamiento incluso después de la muerte. Y, aunque sepamos que en definitiva todos vamos al mismo lugar –o a ninguno– todavía falta comprender que en ese “más allá” no hay diferencias.

Aldeaglobal 19 octubre, 2025

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