Por Agustina Bordigoni
La única certeza sobre lo que le sucedió a la precaria embarcación que el 3 de agosto naufragó en las costas de Yemen son los doce sobrevivientes y las 96 personas que murieron, cuyos cuerpos aparecieron en las orillas del mar y fueron enterrados por pescadores de la zona. No se sabe todavía qué pasó con el resto de las personas ni cuántas eran las que viajaban: la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) estima que eran cerca de 200. Como si no bastara con esa deshumanización, difícilmente se conozcan los nombres de quienes murieron, como tampoco trascendió la identidad de los que lograron salvarse. Mucho menos de aquellos que están, como otros cientos que emprenden esa ruta migratoria del Cuerno de África, desaparecidos. Se cree, al menos, que en su mayoría eran de origen etíope, y más precisamente de una de las etnias más pobres y numerosas de ese país: los oromo.
“Solo podemos confiar en nosotros y en la suerte”, dice uno de estos migrantes en el documental “El éxodo de los oromo de Etiopía” (2019): lo que se presenta tantas veces como números aparece en historias. De niños, hombres y mujeres que emprenden la ruta. El recorrido comienza en Galafi, la frontera entre Etiopía y Yibuti. Un camino árido, con 46 grados centígrados y propicio para una de las primeras causas de muerte de los viajantes: la deshidratación.

El documental relata en las voces de los protagonistas el trayecto por esta ruta migratoria, que es similar a otras que existen alrededor del mundo: y cuando se habla de protagonistas no solamente están las voces de migrantes, sino también de traficantes y tratantes de personas. Porque, claro, como en toda vulneración de derechos, hay quienes salen beneficiados. Allí los migrantes también se miden en números: los traficantes cobran una tarifa por persona. Mientras más personas en una embarcación, más ganancia. El riesgo es que suceda lo que sucedió esta semana en las costas de Yemen. Es un riesgo que deciden correr, y es un riesgo que en una gran proporción de casos se concreta. A veces, como en esta oportunidad, esas “catástrofes” llegan a los medios de comunicación. Pero no siempre.
“Construiremos una casa y ya no tendremos ningún apuro. Será de piedra, para mi madre”, dice un adolescente con los ojos llenos de lágrimas. Angustia no saber si eso es un sueño o podría hacerse realidad. Lo que tiene claro es que para intentarlo va rumbo a Arabia Saudita. Lo que espera en el camino pocos lo saben: incluso algunos desconocen que Yemen está en guerra, o que en esa senda podrían ser secuestrados y torturados. Ese es un conocimiento que tienen los que intentaron más de una vez. La realidad de Etiopía es casi tan cruel como la ruta hasta un destino que promete ser mejor –y por el que, creen, vale la pena intentarlo–: en guerra desde 2020, el país también es afectado por periodos de inundaciones y sequía, que agravan la situación de hambruna.

Así como sucedió con la embarcación, poco se sabe sobre los que llegan y hasta dónde llegan. Las personas que quedan en Etiopía probablemente tengan la misma incertidumbre sobre lo que pasó con sus familiares: una mezcla de fe y de desconsuelo, como la del niño que planea construir un hogar.